Por Miguel Ángel Bahena P
.
La escuela tradicional ha concebido al proceso de enseñanza-aprendizaje como un proceso centrado en los aspectos cognitivos. Aprender es sinónimo de conocer y, por ende, la atención del maestro se dirige hacia esa zona del aprendizaje, de este modo, la memoria, el pensamiento abstracto, la capacidad de repetición o los aspectos lógico formales constituyen el centro de preocupación del maestro.
Existen sin embargo elementos que inevitablemente se hacen presentes en el aprendizaje pero que el maestro tiende a soslayar. Se trata de factores emocionales o afectivos.
Estos factores son generadores de ruido y, con frecuencia, el maestro los concibe como desestabilizadores de la enseñanza que él imparte o como obstáculos que impiden el aprendizaje. La actitud del maestro ante la emergencia de estos factores suele ser de evitación por considerarlos competencia, por ejemplo, de profesionales como el psicólogo. “Ese asunto es emocional –escuchamos decir con frecuencia entre maestros- habrá que remitir el caso al psicólogo o al orientador.” De este modo, el maestro capitula ante la aparición de escenarios emocionales presentes en la vida del niño o del adolescente o bien, los valora como “problemas conductuales”.
En la medida en que el maestro tiene una responsabilidad significativa en el acto educativo, los aspectos emocionales le competen de forma ineludible, además de ser perfectamente manejables si se afrontan con sentido común y sensibilidad; por ejemplo, expresiones infantiles y adolescentes de la sexualidad, suelen generar incomodidad, desconcierto o alarma en los maestros. La valoración o el juicio moral emergen como un recurso en realidad muy limitado para enfrentar el “problema”, entonces se piensa de inmediato en la notificación a las autoridades superiores o a los padres de familia; estas actitudes conllevan, con frecuencia, al enteramiento de toda la comunidad escolar quien termina finalmente estigmatizando a los actores del “problema”. La cautela y la discreción son aquí fundamentales, pero lo esencial es mantener una actitud abierta, comprensiva e incluyente.
Cualquier contenido informativo que el maestro pudiera transmitir es susceptible de generar diversos tipos de manifestaciones emocionales, ya sea a nivel individual o grupal. Un ejemplo claro de ello es la enseñanza de las matemáticas. Para alumnos que no han desarrollado una aptitud receptiva hacia esta asignatura encontramos con frecuencia actitudes emocionales reactivas que pueden ser interpretadas como problemas de conducta por parte del maestro, lo anterior en la medida en que la materia se constituye para el alumno en generadora de ansiedad. De este modo, quien tenga dificultades con esta o cualquier otra materia puede manifestar la ansiedad que le producen los contenidos de ella mediante actos de “relajo” orientados a sabotear la clase o a través de distracciones que le permitan “desconectarse” de la fuente de ansiedad. El no entrar a la clase puede ser otra opción a la cual el alumno puede recurrir. Cuando cualquiera de estos aspectos emerge en el aula, cabría siempre preguntarse si se trata de un problema de conducta individual o de grupo o de una deficiencia didáctica del profesor, cuya forma de enseñar no alcanza a tocar a uno, varios o, se dan casos, a todo un grupo de educandos.